Hay quienes alegan que debemos acallar la razón y apelar a lo instintivo.
Eso está bien cuando hablamos de un individuo evolucionado, ciertamente una minoría. Y si eres un poeta, un artista, en el momento del trance creador, como dice Wallace Stevens, cuando oficias como sacerdote de lo invisible.
Pero a nivel colectivo, en las redes sociales, en el ágora, las pasiones son el mechero que prende y mueve a las masas. Eso lo han sabido siempre príncipes, reyes, dictadores, ministros, presidentes y políticos.
Una vez se suelta al monstruo, ya sea que lo haga Joseph Goebbels o Malcolm X, la masa deviene pasional, irracional, surge una reacción en cadena, una avalancha, el efecto dominó. Así funcionan los linchamientos, las orgías, las revoluciones.
Mucha gente pensante, una vez pasada la vorágine, no sabe explicar sus actos, es una ebriedad colectiva, un trance, pero no creador: es un trance destructor. Y las manos que mecen la cuna se benefician de quienes actúan como una horda de zombis: sus peones.
De forma tal que toda la razón que utilicemos será mero paleativo para la sinrazón colectiva – y nunca será suficiente -.
Piénsalo dos veces antes de sucumbir a la vorágine viral.